LLAMADO A LA JUVENTUD

– Llamado al amor

«El hombre no puede vivir sin amor. Es para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no recibe la revelación del amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace suyo, si no participa fuertemente en él.» (RH 10)

Querido chico o chica,

No puedes detenerte en estos pensamientos cristianos sin preguntarte sobre tus aspiraciones personales y la vocación que buscas para responder al llamado de Dios. ¿Cómo ves tu futuro? ¿Es Dios para ti sólo una idea bonita, una Verdad, ¿o realmente un Compañero con el que buscas encontrar la felicidad y dar felicidad a los demás? Pregúntate sinceramente si Jesús es alguien a quien has conocido verdaderamente. ¿Ha cambiado tu vida? ¿Quizás te ha llamado de alguna manera interiormente o a través de las circunstancias cotidianas? ¿El amor que Cristo a manifestado por los los pobres te inspira pensamientos y acciones de bondad? ¿Quizás te gustaría comprometerte de una manera seria para mejorar su vida? Es probable que la Palabra de Dios te haya interpelado algún día, la predicación de un sacerdote, el ejemplo de una monja o la belleza de una familia unida. ¿Cómo te dejas guiar por estos testimonios en tus propias elecciones?

La belleza del cristianismo reside en el acto de entrega al Amor que caracteriza la vida de los santos a lo largo de los tiempos. Teresa del Niño Jesús lo ha proclamado a nuestro tiempo con su pequeño camino de santidad al alcance de todos. Ella restituye así el gran gesto de los fundadores y fundadoras de órdenes religiosas, los Benedictinos, Domingo, Francisco y Clara, Ignacio, Teresa de Ávila y tantos otros que abrieron caminos de santidad y crearon formas de seguir a Jesús. El Concilio Vaticano II enseñó que la llamada a la santidad se dirige a todos. Esta llamada resuena con fuerza en el corazón de los jóvenes en el momento de las grandes opciones vitales de un creyente. ¿Cómo podemos tomarnos en serio esta llamada y cultivar su audacia y creatividad? Los santos son los seres más creativos y sorprendentes porque pertenecen al Amor. No están tristes ni se aburren porque la oración frecuente les mantiene llenos del soplo del Espíritu del Amor. ¿Qué tiempo dedicas a la oración, qué consejos pides a un sacerdote o a un sabio para discernir los movimientos de tu corazón ante la voluntad de Dios?

Pedro, ¿me amas? Esta es la pregunta de Cristo resucitado que define el ministerio del primer apóstol. Esta misma pregunta se aplica a todas las vocaciones. La respuesta inevitable de todas y cada una define el éxito o el fracaso en la vida.

« ¡Levántate y camina! »
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La vocación, ¡una llamada al amor!

Vivimos un cambio una época bastante confusa en el que no es fácil, ni siquiera para nosotros los cristianos, encarnar nuestra llamada a la fraternidad universal. Pandemias, guerras, trastornos climáticos, noticias falsas, todo parece haberse vuelto precario e incierto sobre lo que nos depara el futuro. Nos sentimos frágiles y amenazados en este contexto cambiante, pero gracias a la bondad de nuestro Creador y Padre, seguimos adelante con fe, buscando la paz y la fraternidad a pesar de todo. La fe nos asegura que nuestra vida y nuestro destino están en manos de Dios que es Amor.

Recordemos lo que escribió San Juan Pablo II al principio de su pontificado: «El hombre no puede vivir sin amor. Sigue siendo un ser incomprensible para sí mismo, su vida carece de sentido si no recibe la revelación del amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace suyo, si no participa fuertemente en él» (RH 10). Este anhelo de amor habita especialmente en el corazón de los jóvenes, que sólo desean tener una verdadera experiencia del amor. ¿Cómo lograrlo si no es descubriendo a Cristo y el don de sí mismo que nos ha mostrado como el camino por excelencia hacia la felicidad? «Cristo Redentor revela plenamente el hombre a sí mismo» (Ib) y sólo puede encontrarse plenamente mediante el don desinteresado de sí mismo». (GS 24).

Jesús trazó durante su vida terrena un camino de amor por todos que le llevó hasta el extremo de su pasión y muerte en la cruz. Gracias a Dios, este gran drama no terminó ahí. Porque el Padre eterno reconoció y exaltó el Amor de su Hijo encarnado por nosotros resucitándole de entre los muertos por el poder del Espíritu Santo. Así, Cristo nos ha obtenido, por su muerte y resurrección, la salvación eterna y la felicidad del amor en nuestra vida presente.

Nos hemos hecho partícipes de su Amor, victorioso sobre el pecado y la muerte, mediante el bautismo que nos ha hecho hijos de Dios. Como hijos e hijas de Dios estamos llamados a vivir unidos a Él y a llevar la Buena Nueva del amor misericordioso del Padre a todos los hombres. Nuestra vocación es amar y nuestra misión es dar a conocer el amor allí donde el Padre nos llama a seguir a su Hijo por el camino de su amor crucificado y glorificado. Así, nuestro bautismo vivido en la comunión de la Iglesia es un signo para el mundo, de que el Amor Trinitario está ampliamente difundido y abierto a todos.

Este tesoro escondido en nosotros no puede mantenerse en secreto, ya que no podemos ser plenamente felices con Dios sin implicar a nuestros hermanos y hermanas, especialmente a los más pobres y sufrientes de nuestro mundo. ¿Cómo podemos ayudarles si no es revelándoles que Cristo es el único Salvador, que Él da su gracia a todos los humanos? ¿Que Él ayuda a los más pobres a través de nuestra solidaridad con ellos? ¡Que Él nos une, pobres de corazón y en todos los sentidos, a un Amor cada vez más grande para glorificar a Dios a través de nuestra fraternidad universal!

Queridos jóvenes, somos compañeros de todos aquellos que buscan la felicidad. Una luz interior nos guía hacia encuentros y amistades que nos traen las sorpresas de Dios, como dice el Papa Francisco. Dejémonos sorprender y caminemos con confianza junto a nuestros hermanos y hermanas en humanidad, sean quienes sean, para construir con ellos la fraternidad que el Espíritu de Jesús nos confía como misión.

El servicio que debemos prestar a la humanidad sufriente de hoy no puede limitarse a algunos actos de caridad o a actos ocasionales de voluntariado. Debe expresarse con todo nuestro ser, a la manera de Jesús, cuyo Amor poseyó toda su vida. Esto significa que nuestra vocación de bautizados es un compromiso de amor destinado a expresarse de diversas maneras, según la llamada específica que cada uno recibe del Espíritu Santo a través de una atracción interior y de las circunstancias de la vida.

El matrimonio, la vida consagrada, el sacerdocio, son las grandes arterias de esta comunicación de amor destinada a iluminar a toda la humanidad.

En el principio, Dios creó a los seres humanos, varón y mujer, a su imagen y semejanza, para que fueran uno y fecundos en el amor. Esta vocación original recibida del Creador fue confirmada y embellecida por Cristo, que hizo de los esposos el sacramento de su amor de Esposo para la Iglesia, su esposa. De este modo, una familia cristiana bien integrada en su entorno eclesial y social da testimonio de que Dios es Amor, un Amor trinitario que se refleja y se da en y a través de los múltiples vínculos y relaciones que se tejen entre los miembros de una misma familia y la sociedad en la que están en misión.

La Revelación nos dice que, en la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo al mundo para conducir a la humanidad a su destino último de felicidad eterna en comunión con las Personas divinas. Con este fin, Jesús eligió y llamó a algunos de sus discípulos «para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar con poder para expulsar demonios» (Mc 3,14-15). Estos amigos íntimos son misioneros que le pertenecen totalmente por una consagración especial que los convierte en ministros de su amor y de su gracia. Pedro es el prototipo como cabeza del grupo de los Apóstoles y mantiene viva en la Iglesia, con todos sus sucesores y colaboradores, la proclamación de la Palabra de Dios y la Presencia Eucarística de Jesús que permanece con nosotros todos los días hasta el fin del mundo. Esta vocación es exigente, supera las fuerzas humanas, pero se basa en una gracia que sostiene constantemente a quienes están llamados a prestar este servicio como seguidores de Jesús.

La llamada al amor no se limita a los casados y a los ministros del Evangelio. Concierne a todos, jóvenes o mayores, solteros o asociados de mil maneras a iniciativas de solidaridad o a obras de caridad. Sin embargo, hay una llamada al amor que tiene el valor de un signo particular para la comunidad. Se trata de la vida consagrada, ya sea femenina o masculina, contemplativa o activa, apostólica o pastoral. Cualquiera que sea la forma particular de consagración, es siempre una llamada al amor que invita a dar testimonio del amor divino abrazando la forma de vida de Jesús en la virginidad, la pobreza y la obediencia. Esta forma de vida, caracterizada por los votos religiosos o promesas similares, encarna el Evangelio de manera que recuerda a todos la gratuidad del amor de Dios y la comunión fraternal a la que está invitada toda la humanidad.

Por último, la llamada al amor no excluye a nadie, no olvida a nadie y quiere conducir a todos a la felicidad de la comunión universal de los hermanos en humanidad. El Amor de las Tres Personas Divinas que preside la creación y la redención del mundo lleva al universo a una transfiguración definitiva más allá de toda imaginación. Esta es nuestra esperanza basada en la resurrección de Cristo y su promesa de vida eterna. Por Él, con Él y en Él, como rezamos en la misa, somos conducidos a esa plenitud de comunión de la que la vida presente es una preparación y un anticipo. El Espíritu Santo promueve y anima la comunión de vocaciones en la Iglesia, armoniza su complementariedad y reciprocidad, porque la comunión de vocaciones es obra suya que ilustra de algún modo la comunión de las Personas divinas. Esta comunión eclesial es una profecía de vida eterna, la aurora luminosa personificada en María que anuncia la llegada del Día de Dios en el esplendor de Su Gloria. Queridos amigos, la llamada al Amor en todas sus formas no está reservada a una élite, concierne a todos los miembros del Pueblo de Dios en marcha; es una llamada a la comunión fraterna y misionera, una llamada a la santidad personal y comunitaria en este pueblo en oración y en marcha hacia la venida del Reino.

 

El Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven! , ¡ven Señor Jesús! ¡La gracia del Señor Jesús sea con todos(Ap. 22, 17, 20-21).
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