– Vocación al matrimonio
«Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, varón y mujer… Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne» (Gen 1,27- 2,24).
121- El matrimonio es un signo precioso, porque «cuando un hombre y una mujer celebran el sacramento del matrimonio, Dios, por así decirlo, se ‘refleja’ en ellos, imprime en ellos sus rasgos y el carácter indeleble de su amor. El matrimonio es el icono del amor de Dios por nosotros. De hecho, Dios también es comunión: las tres personas del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo han vivido siempre y para siempre en perfecta unidad. Y éste es precisamente el misterio del matrimonio: Dios hace de los dos esposos una sola existencia. (119) Esto tiene consecuencias cotidianas y muy concretas, pues los esposos «en virtud del sacramento, están investidos de una verdadera misión, para que puedan hacer visible, desde las cosas sencillas y ordinarias, el amor con que Cristo ama a su Iglesia, continuando a dar su vida por ella» (120).
123 – Después del amor que nos une a Dios, el amor conyugal es «la mayor de las amistades». (122) Es una unión que reúne todas las características de una buena amistad: la búsqueda del bien del otro, la intimidad, la ternura, la estabilidad y una semejanza entre amigos que se construye a través de la vida compartida. Pero el matrimonio añade a todo esto una exclusividad indisoluble, expresada en el proyecto estable de compartir y construir juntos toda la vida. Seamos sinceros y reconozcamos los signos de la realidad: los que aman no piensan que la relación durará sólo un tiempo; los que viven intensamente la alegría del matrimonio no piensan en él como algo temporal; los que asisten a la celebración de una unión llena de amor, aunque sea frágil, esperan que perdure en el tiempo; los hijos no sólo desean que sus padres se amen, sino también que sean fieles y permanezcan siempre juntos. Estos y otros signos demuestran que en la naturaleza misma del amor conyugal hay una apertura a lo definitivo. La unión que cristaliza en la promesa del matrimonio para siempre es más que una formalidad social o una tradición, porque funda sus raíces en las inclinaciones espontáneas de la persona humana. Y para los creyentes, es una alianza ante Dios que exige fidelidad: «El Señor es testigo entre tú y la esposa de tu juventud, a la que traicionaste, aunque era tu compañera a la que prometiste fidelidad […]. No traiciones a la esposa de tu juventud, no la traiciones, porque yo odio el repudio» (Ml 2:14, 15-16).
Papa Francisco, Amoris Laetitia
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